El 26 de julio dormí en un camping de Orcet, en la región de Auvernia, la tierra de los volcanes extintos, en los alrededores de Clermont-Ferrant. Hoy es parte de una región oficial más amplia: Auvernia-Ródano-Alpes.
El paisaje antes y después de esta etapa está sembrado de los perfiles achatados de lo que hace millones de años debieron ser altivos conos llameantes. Con razón a esta comarca la llaman Vulcania.
Tierras hermosas que merecen una estancia, si bien con botas de andar, mochila y tienda de campaña a las espaldas. ¡Ah, cuántas posibilidades que desfilan ante nuestros ojos y que corto el tiempo para cumplirlas!
Pero -¡esa sí!- el 27 a medio día ya estaba instalado en un camping de Troyes a veinte minutos a pie de la antigua capital del sur de la Champagne y del departamento del Aube. ¡Varias veces pasé cerca y por fin he podido visitarla! Algunas cosas bellas, como siempre, se quedarán en el tintero, pero así habrá ideas para la próxima visita. Con todo, me harán falta dos o tres crónicas para dar cuenta de los hallazgos de esta visita.
Entrando en el recinto de la Cité, circundado por un canal, vas caminando entre casas medievales con sus fachadas à colombage.
Como era ya la tarde del día de mi llegada, la iglesia gótica de Saint-Nizier (supongo que en español diríamos San Nazario) estaba ya cerrada. El edificio actual se construyó en el siglo XVI sobre un oratorio del siglo XI, pero incluye vitrales más antiguos traídos de otros templos. Forma pues parte del rico patrimonio de las vidrieras de Troyes, motivo por si solo para una visita a la ciudad.
En la plaza hay una escultura, coherente con la inspiración neo-renacentista de los escultores franceses del siglo XIX, modelada tras su obligada bolsa de estudios en Roma, por Paul Dubois (1829-1905), que era natural de un pueblo cercano a Troyes.
Transportado siglos atrás, sigo hacia la cercana catedral de San Pedro y San Pablo. Su torre se avista sobre los tejados.
En el recorrido, por la Rue de la Cité, paso ante la Maison du Pont-Ferré. En el Medioevo frente a ella había un Puente (Pont), y el señor obispo (que era propietario de una forja) percibía un tributo por cada herradura (fer à cheval) que entraba en la ciudad, es decir por los caballos que los viajeros introducían en el recinto de la Cité.
Era pues como el actual impuesto de circulación que pagamos al ayuntamiento por circular con nuestro vehículo. Algo así como una tasa por desgaste de adoquines, aunque los caballos del obispo estaban exentos. ¿Lo pagan los coche oficiales de los alcaldes de nuestro tiempo? Supongo que sí, por lo que algo habremos progresado en esta materia.
En 1530 desapareció este impuesto episcopal, pero en la placa explicativa no se dice si lo sustituyeron por otra gabela ni a qué cambios políticos se debió este cambio.
A la vuelta de la esquina, está la tranquila plazuela des Trois Godets. Por ahí pasaba el mismo arroyo que corría bajo el Pont-Ferré. En sus orillas se situaban los mataderos de la villa, por entonces denominados massacreries, tueries o écorcheries (masacraderos, mataderos o despellejaderos). Es de suponer que el arroyo bajaba teñido de la sangre de las bestias, a dos pasos del ábside de la catedral.
A la catedral (siglos XIII a XVI) llegué cuando quedaban veinte minutos para el cierre. Así que por el momento me hube de contentar con las primeras impresiones, sabiendo que al día siguiente, con la ayuda de la luz del sol podría observar mejor sus legendarios vitrales.
En la semioscuridad, nada más ingresar y a la derecha, las velas ante una imagen mariana.
Al frente, la soberbia nave ojival.
Y en la primera capilla de la derecha un expresivo grupo escultórico renacentista en escayola policromada.
Fisionomías bien modeladas
¿Sería este el obispo herrero?
En todo caso, sus funciones en esta ceremonia sacramental eran las de marcar a los fieles para mejor cabalgar por el mundo, sin dejarse tentar por sus pompas y sus obras, con la vista puesta en los cielos.
La que si asciende a los cielos es la “mujer con el sol por manto, la luna bajo los pies y sobre la cabeza una corona de doce estrellas” (Apocalipsis, 11, 19), en la vidriera de la misma capilla, obra realizada por Jean Soudain en 1524.
Pero dos caballeros de negro me indican que debo dirigirme a la salida, pues es hora de cerrar…
Al salir les saludo. Uno de ellos debe de ser el sacristán mayor, es quien lleva el manojo de llaves. El otro ostenta una cruz pectoral colgada de una cadena sobre su pechera de clergyman. No muy alto, robusto; los cabellos canos sobre una cabeza cuadrada le dan un aire de suave autoridad. Nos saludamos, soy el último en salir, le aseguro que volveré por la mañana. A las nueve es la misa me indica.
Anochece. Bordeando el canal voy en busca de una cena…
Mañana será otro día…