Hemos de tener nieve y en cantidad.
Nunca es más amable la naturaleza que cuando nieva.
Todo está tan callado y la tierra entera parece haberse arrebujado en un manto…
Todo está envuelto en silencio.
John Twachtman, pintor, 1891
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La nieve es un emblema del Invierno, incluso donde no nieva.
Sin embargo, Pierre-Henri de Valenciennes (1750-1819) en sus Reflexiones y consejos a un alumno sobre la Pintura y en particular sobre el género del Paisaje, publicado en 1799, explica algunos inconvenientes de la representación de paisajes con nieve:
Pienso que para dar una idea del Invierno, el Pintor no debe limitarse a representar la nieve por todas partes, y árboles negros y despojados de sus hojas. Esos objetos no suscitan ni interés, ni entusiasmo, son fríos, eso es todo. Es necesario que añada al ambiente una acción, cuyo efecto, rescaldando la imaginación, influya en el espectador hasta el punto de que lamente no haber sido testigo de esta escena emocionante.
De esa forma reflexionaba el pintor a finales del siglo XVIII, cuando aún estaba por llegar la versión romántica del paisaje, la que preparó, con sus grandes espacios de lo sublime, las síntesis futuras de la pintura abstracta. Precursor de esa evolución fue Caspar David Friedrich (1774-1840), quien, a pesar de que algunos de sus cuadros parecen anunciar la abstracción de mediados del siglo veinte, justo en uno que titula El Invierno no sólo ignora las propuestas del francés, sino que más parece un expresionista algo deprimido.
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Hielo y nieve
Por mi parte, pienso que de alguna manera esa Naturaleza que se recluye y se vuelve avara de las explosiones de color de las otras estaciones del año (como luego explicarán también a su manera otras citas el ilustre Pierre-Henri) se aviene mejor con el arte abstracto.
Y, en cambio, ¿no les parece que a la primavera le va mejor un estilo impresionista, al verano el barroco y al otoño el expresionismo?
Ahí les dejo pensando, mientras yo retorno a mis divagaciones sobre el Invierno.
Será quizás la invención de la fotografía, precisamente en tiempos del Romanticismo, y su desarrollo en el siglo XX, cuando también se expande la práctica de la pintura abstracta, la que ha permitido investigar con calma los esquemas y las formas abstractas que están ahí ante nosotros, cada día presentes, manifiestas o elípticas, y particularmente en los entornos invernales.
Así quieren ser mis imágenes, tomadas rápidamente al hilo de mis recorridos por las calles de Gotemburgo.
Pero volvamos a nuestro ilustre e innovador paisajista, que no tuvo que pensar en la estética fotográfica, pero sí se invistió a fondo en la reflexión y en los consejos a sus alumnos sobre la mejor forma de resolver la pintura de la Naturaleza en todos sus estados.
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Cómo representar el Invierno
De Pierre-Henri de Valenciennes, precursor del paisaje moderno, a quien hemos citado varias veces en este blog, la sala 55 del segundo piso del Museo del Louvre guarda la mayoría de las obras. Se anticipó a la la escuela de Barbizon con su pintura en directo, en especial durante sus cuatro años en Italia y dos en Oriente Próximo. No obstante, se le recuerda más en la Historia del Arte por sus representaciones de escenas y personajes históricos dentro del paisaje, además de como teórico del paisaje neoclásico. Influyó en Michallon, Corot, Delacroix, Pissaro, Sisley e incluso en Cezanne.
Recordemos sus ideas sobre la representación del Invierno.
Llega al fin el tiempo en que la Naturaleza, tras haber provisto al hombre y a los animales de todos los productos necesarios a su subsistencia y sus placeres, rendida de fatiga y agotada, se adormece y cae en el letargo. Esta especie de sueño es de más o menos duración, según las tareas que haya llevado a cabo en las tres estaciones precedentes. El fuego que la animaba se concentra en sus entrañas; repara interiormente el abundante dispendio que del mismo ha hecho sobre la tierra. Ese calor divino que la vivificaba abandona de momento la superficie del globo a los rigores del invierno; la deja a merced de los furores de unos elementos irritados que la atormentan, la desgarran y parece que quisieran, rabiosos, hacer desaparecer los monumentos de la industria humana y hasta la última producción vegetal.
El graznido del cuervo y la aproximación de las aves del mar suelen anunciar la estación invernal; la previsión de ciertos animales y el temor de algunos otros anuncian su progreso y su duración. El despiadado Eolo abre los portones de las cavernas donde los vientos viven encadenados. Retiene al dulce Zéfiro y al provechoso Favonio, para poner en libertad al Euro estéril y al furioso Aquilón. Esos genios inquietos, endiablados y malhechores, declaran la guerra al mundo, desde la guarida de Anfítrite levantan hasta las nubes las olas espumosas, desarraigan los árboles, tumban las casas, derriban y saquean todo lo que se opone a su violencia. El frío Boreas, padre de los hielos y la escarcha, el húmedo Noto, con su frente coronada de nubes espesas y las alas empapadas de lluvia y de niebla, descarga su peso sobre la tierra y la abruma con su poder devastador. Los mortales, aterrorizados, se precipitan en busca de abrigo frente a su rabia asesina. La madre de los dioses, Cibeles, desquiciada por los vientos subterráneos, derribada de su carro hecho pedazos, acompañada de sus leones rugientes, cuya melena se eriza de espanto, implora al cielo, los ojos bañados en lágrimas, y conjura a Júpiter a que ponga fin a esos males desastrosos.
Estos párrafos describen unos dibujos de Gabriel-François Doyen (Paris 1726, San Petersburgo 1806), que fue profesor de Pierre-Henri de Valenciennes. No he logrado dar con esas escenas de mitología invernal, tan propia de las preferencias de la escuela neoclásica, pero en cierto modo el caos ártico que pintaría Caspar David Friedrich lleva algo del furor desatado de Boreas, el padre de los hielos.
Pero sigamos leyendo a de Valenciennes:
A pesar de todo, las montañas se cubren de nieve y sucesivamente los valles y las planicies. Desaparece el verde de los prados. El triste ciprés, de tono negruzco, y todas las clases de pinos, de acebos y de árboles verdes, contrastan lúgubres y melancólicos sobre esta superficie de una blancura monótona y cansina. Los troncos, ennegrecidos por la humedad, retienen y soportan sobre sus ramas la nieve que acarrean los vientos. Los pacíficos habitantes de los aires, los de las llanuras y los bosques, buscan en vano su alimento; privados de socorro se debilitan y mueren, o se convierten en las víctimas del hombre, que aprovecha de la circunstancia para tenderles lazos; o la imperiosa necesidad les hace caer.
Pronto las aguas pierden su transparencia y fluidez; el frio las penetra y traba sus partes integrantes. Se vuelven sólidas; su corriente se detiene; los hielos se amontonan en masas enormes cuya inminente ruptura amenaza a todo lo que se interponga en su camino. El habitante de la orilla de los ríos, aislado, pensativo y preocupado, espera con inquietud esta crisis de la Naturaleza. Gime por anticipado por la pérdida de su asilo; llora ya la suerte de su familia desolada; presagia su ruina y trata de salvar de un próximo naufragio todo lo que puede sacar de su vivienda amenazada.
Llega el deshielo: las aguas levantan los bloque helados; se escucha un ruido como el del trueno; los témpanos se separan; arrastrada por la rápida ola, esa masa rodante se acumula, se amontona, empuja y arrolla dodo lo que encuentra a su paso. Los árboles arrancados y los restos de edificaciones cubren la superficie de las aguas. Animales ahogados o luchando aún contra la muerte; el techo de las cabañas hundidas flota sobre la sucia y enfangada corriente; las barcas rotas y aplastadas contra la orilla; un niño arrastrado en su cuna, los bateleros apartando témpanos para abrir paso a su barquilla, afrontando la muerte para salvar la vida de esa criatura inocente; las lágrimas y la desesperación de las desgraciadas víctimas del desastre; la tristeza y el espanto de los espectadores; todos son cuadros de horror y de miseria que llenan el alma de un sentimiento penoso y doliente. Pero al pintor y al historiador de la Naturaleza ninguno de estos fenómenos debe resultarle ajeno: los del invierno le pertenecen tanto como los otros; debe estudiarlos y elegir aquellos que pueden complacer o interesar.
Lejos de esta visión dramática del Invierno, y en unos espacios que se van difuminando hacia la abstracción, el paisajista americano John Twatchman (1853-1902), pocos meses antes de fallecer, siguió plasmando en su obra la virtud meditativa de esa monotonía sin historia que no estimó el francés, no sólo porque invita al silencio sino quizás también porque la nieve evoca la salida de nuestra propia historia, nos invita a reconciliarnos con la muerte
Los paisajes del extremo norte noruego de Karl E. Harr (1940, Kvæfjord), además de su amor por ese mundo de asombrada hermosura y por las gentes que en él pasan sus vidas, son también una especie de meditación sobre los limites de la existencia
Si seguimos con la preceptiva de las Reflexiones y consejos a un alumno sobre la Pintura y en particular sobre el género del Paisaje, creo que contentaríamos más a su autor retrocediendo al siglo XVII, con Jacques d’Arthois (1613-1686), pintor flamenco natural de Bruselas
Los hielos son más hermosos para la pintura que la nieve; conservan aún un poco de transparencia, y por tanto son de tono más cálido. He visto al natural cascadas heladas formando estalactitas que producen efectos nuevos y extraordinarios. Es posible corregir la monotonía de los árboles pelados agrupándolos con los verdes; se puede con osadía pintarlos junto a las aguas heladas, con lo que se nota menos la falta de las hojas o incluso se mezclan con las muertas, cuyo color es de un marrón rojizo. El roble las conserva casi todas en invierno, en estado de desecación pero coloridas, y no se desprende de ellas hasta la primavera. Los localismos ofrecen además infinidad de temas que el pintor no debe desestimar y pueden serle útiles.
Si con sus medios se dedica a situar en el lienzo los temas propios de la estación y no se limita únicamente a pintar trineos y patinadores, es casi imposible que no produzca cosas nuevas y que no merezca la aprobación de los entendidos
Y, medio siglo antes, a Pieter Brueghel el Joven (1564-1638), que no nació en Bruselas como el anterior, pero allí creció y se formó como pintor costumbrista y paisajista
Pero, en realidad, los que de verás hicieron precursor del paisaje moderno a Pierre Henri fueron los paisajes que pintó en Italia y que se pueden admirar en un pequeño rincón del Louvre, bajo una luz amortiguada que los defiende del deterioro de los pigmentos.
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Cuando el Invierno no tiene nada de abstracto…
Les dejé pensando sobre mis afinidades de los estilos pictóricos con cada una de las estaciones del año, y seguramente han concluido que debería dejarme de divagaciones, más propias de unas neuronas congeladas…
La verdad es que ese frío que en estos días nos está trayendo hielo y nieve en Gotemburgo no tiene mucho de abstracto, salvo en la forma que algunos tenemos de mirarlo…
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Notas
Las traducciones de los textos de Pierre-Henri de Valenciennes son mías y proceden del libro Réflexions et conseils à un Élève sur la Peinture et particulièrement sur le genre du Paysage, La Rochelle, Rumeur des Ages, 2005, 146 pages (De l’Hiver, pp. 65-68). Las publicaciones de esta editorial de la región de Poitou-Charentes son extremadamente cuidadas. En su catálogo especializado en Literatura y Arte hay otros tratadistas y estudiosos de la pintura del paisaje como Jean-Baptiste Deeperthes, Charles Dupuis, Eugéne Fromentin, Alexander von Humboldt y Charles-Jacques-François LeCarpentier.
Los cuadros de Karl Erik Harr proceden de Karl Erik Harr, malerier fra nord, paintings from the north, con introducción de Dag Solhjell (Svolvær, Forlaget Nord, 1986)
El de John Twachtman (y la cita del encabezamiento) proviene de la obra John Twachtman, Connecticut Landscapes, editada por Debora Chotner, Lisa N.Peters y Kathleen A. Pyne, Washington, National Gallery of Art, 1989.
La imagen del cuadro El Invierno de Caspar David Friedrich procede de una memorable exposición que visité en la Fundación Juan March de Madrid: La abstracción del paisaje, del romanticismo nórdico al expresionismo abstracto, Madrid, octubre 2007-enero 2008.
La escultura en bronce de la dama, que en estos días tirita cerca de la Iglesia del Parque Vasa en Gotemburgo, es del escultor sueco Per Hasselberg (1850-1894) y se titula Vågens tjusning (1888), en castellano “la atracción de la ola”.