Ya se sabe que los países de monarquía tenemos que aceptar ciertas gabelas para la manutención de las familias reales. Si bien es cierto que en el pasado todo eso costaba mucho más e implicaba la financiación de una guerra de vez en cuando, por aquello de quítame que me pongo yo o muéveme esta frontera. La genética y las disputas sucesorias salían caras a los súbditos. En tiempos democráticos las facturas reales han de responder en principio a una contra-prestación a la nación y ya no quedan tantos reyes que cacen elefantes.
Pero sobre los deberes de los príncipes se han escrito ya muchos tratados a lo largo de la historia de Europa y no seré yo quien diga algo nuevo. Las historias de las casas reales y sus miembros son variopintas y pintando fue como el Prins Eugen (1865-1947), hermano del bisabuelo del actual rey de Suecia, se hizo famoso.
Sus paisajes eran a menudo de buena calidad, aunque a su padre, el rey Oscar II, no le hacía mucha gracia que un miembro de la casa real se dedicase a entretenimientos de bohemio. Finalmente no fue sólo pintando como Eugenio se hizo recordar con más lustre y menos prosopopeya que su padre.
Todo este exordio ha venido a cuento para hablar de Waldermasudde, propiedad que adquirió a principios del siglo XX, y a su muerte legó al Estado, el príncipe Eugenio Napoleón (el segundo nombre fue un mal favor paterno). Durante cuatro décadas la enriqueció con una gran colección de obras de arte.
El dominio de Waldermasudde está en uno de los parques más vistosos de Estocolmo. Había sido la propiedad de una familia de navieros suecos desde el siglo XVIII. La silueta del antiguo molino del siglo XVII, que servía para producir aceite de lino, se destaca sobre el edificio modernista de su galería de arte, añadida por su mecenas a la antigua mansión señorial.
Esta acoge una colección permanente de esculturas y pinturas. Los paisajes pintados por Prins Eugen alternan con obras de Anders Zorn y de otros reconocidos artistas suecos y con las vitrinas de valiosas ediciones de arte y sus notables exposiciones temporales.
Sus terrenos forman una península que se asoma a uno de los brazos de mar que abrazan Estocolmo.
Se llega en poco menos de un cuarto de hora con el tranvía número 7 que parte de Sergeltorget. No abundaré en lo que se encuentra suficientemente explicado en la web y sólo quiero compartir algunas imágenes de mi reciente visita a este lugar bajo el pálido sol de una mañana báltica.
Parece que Eugenio Napoleón fue un príncipe encantado de la vida. Al menos es la impresión que nos dejan sus cuadros, las innumerables publicaciones de arte que promovió y su incansable actividad de coleccionista y mecenas, sin que pareciese lamentar para nada estar en cuarto lugar en la línea sucesoria.
No debieron de faltarle momentos de calma para disfrutar los fondos de su biblioteca, departir en sus salones con ilustres artistas e intelectuales, dibujar y pintar. Cuando no estaba de viaje pintando sus paisajes por Europa, podía trabajar a partir de los bocetos que recogía en esos periplos o preparaba con minuciosidad las cuidadas ediciones de su fundación.
Pudo darse el gusto de colocar en su jardín un ejemplar del Pensador de Auguste Rodin (1840-1917),
del Heracles de Antoine Bourdelle (1861-1929)
y otras bagatelas de Carl Milles (1875-1955), en quien tanto influyeron sus dos maestros franceses,
o de Per Hasselberg (1850-1895), cuya escultura de la rana hemos visto arriba en bronce y cuyo título ahora entendemos en esta imagen de su versión en mármol en el interior del museo.
En realidad podría llamarse la muchacha y la rana, pero a mí me hace pensar en el cuento de El príncipe rana de los hermanos Grimm.
Para acabar, habría que decir algo de la exposición temporal dedicada a los pintores de Skagen
o de los muebles de Carl Malmsten (1888-1972) que se exhiben en Waldemarsudde,
pero de ello quizás hablemos otro día.