
En viaje de Madrid a Valencia, pernoctamos dos noches en Alarcón (Cuenca, Castilla La Mancha), visitamos el lugar y caminamos por sus alrededores. Estuvimos alojados en un hotel, cuyo nombre despide aroma de hierbas, del que no olvidaremos la cordialidad, las atenciones y la agradable conversación del patrón y la patrona, y seguimos durante más de dos horas a un guía excelente con el que visitamos tres de los templos más notables de la villa y subimos a sus murallas.
Me es imposible decir nada original sobre esta altiva plaza cuya historia condensa muchos de los avatares que formaron parte de la construcción de España a partir del siglo XIV, cimentada sobre prolegómenos, iberos, romanos, visigodos y árabes.

El pueblo está como atrapado entre una de las dos hoces que forma el río Júcar en los alrededores del peñón sobre el que se construyó su fortaleza.






En definitiva se puede resumir las razones para el nacimiento de un pueblo fortaleza sobre este peñón en su calidad de lugar de control y defensa durante siglos de guerras, emplazamiento de valor estratégico y militar. Pero, cuando la nación se unificó en torno a los Reyes Católicos y las fronteras de conflictos seculares desaparecieron, esta atalaya de vigilancia de rutas de la meseta hacia Levante y entre el norte y sur de la parte oriental de la península perdió su importancia.
Fue en los años sesenta del siglo XX cuando la creación de un parador nacional atrajo la atención de un número creciente de visitantes que empezaron a interesarse por la historia, los monumentos y paisajes admirables de Alarcón. Por entonces ya estaban demolidos o en vías de desacralización algunos de sus templos, agrupados a las espaldas del castillo.

¿Qué decir?
Ninguno de mis comentarios a todo esto podría ser original. Pero quiero mostrar algo que me ha sorprendido, el detalle de un blasón, de un escudo de armas, en una de sus calles (si mi memoria no me engaña situado en un muro en la calle del Dr. Agustín Tortosa).

Si observamos los rasgos y el tocado del personaje que asoma a la derecha del torreón…


me recuerdan en su sorprendente parecido a otro perfil de quien parece ser un cacique amerindio en la Colegiata de Lobbes en Bélgica, del que hemos hablado en este blog, que fue cincelado sobre la lápida de la llamada «tumba del abad» por un artista anónimo del siglo XVI.

Si este personaje en el blasón en una calle de Alarcón fuese la representación de algún amerindio, ello podría significar que se trata de un escudo de armas relacionado de algún modo con documentos o representaciones que llegaron a España en los inicios de la colonización hispana de América, o con alguien que allá viajó, participó de aquella aventura y tuvo parte del señorío que este blasón representa, y que no he podido precisar cuál sea. Tampoco puedo saber si es una copia reciente de alguna reproducción estampada salida de un archivo.
Volviendo a la plaza del ayuntamiento

Y para terminar, acabadas mis elucubraciones, les animaré a que, si tienen la oportunidad de hacer parada y fonda en Alarcón, de hacerlo. Y, eso sí, no se se asusten demasiado cuando entren en esta que fue iglesia bajo la advocación de San Juan Bautista para ver las pinturas murales de Jesús Mateo (*).


¡manos arriba!
Conclusión con gato
Como en muchos lugares de España los gatos son los principales anfitriones de una visita turística que se precie. Actualmente están mereciendo incluso la cláusula de un proyecto de «ley animalista» que se discute en las Cortes para que se blinden los cientos de colonias gatunas de nuestro país, cosa que no sería del agrado de las muchas aves y de pequeños animales de nuestra fauna que merecen protección ante los millones de zarpas gatunas, según nos dicen biólogos y zoólogos que tiene estudiada esta delicada cuestión de equilibrio.
Este simpático gato de Alarcón parece reflexionar sobre la cuestión.
Notas:
(*) La iglesia de San Juan Bautista se construyó durante los siglos XVI y XVII sobre otra románica. En el siglo XIX aconteció la desamortización de Mendizábal de los bienes de la Iglesia Católica, sobre la que hay diferentes valoraciones, pero se puede resumir en la transferencia de propiedades agrícolas e inmobiliarias del clero al Estado y paulatinamente (a precios ventajosos) a la burguesía decimonónicos.
En el caso de este templo ya desacralizado, según nos explicó el guía, aún seguía sujeto a las decisiones del cura párroco de Santa María, Don Antonio, a quien se dirigió un día un pintor conquense que obtuvo su permiso para cubrir los muros del interior con murales.
Este es, según dicha explicación, el origen de los murales de Jesús Mateo, trabajo laborioso y cuyos méritos han sido ampliamente reconocidos. No puedo evitar recordar que hizo falta el guía que presidía la visita de la obra (bajo una iluminación que no es la ideal) para dar con el sentido que el autor les atribuye a sus iconografías, organizadas según los signos del Zodíaco, así como por los varios meses del año en sus arcadas, los distintos seres esquematizados y su significación en la mente del pintor, sin olvidar su aspiración a englobar la totalidad del cosmos en esta noche rojinegra, sin omitir un árbol de Jesé que no acaba en su coronación bíblica, además de una figura fantasmal de los pies de un ser humano en la zona del coro y la aparición de su nariz, ojos y extremidades superiores en la zona del altar, tras yacer bajo el suelo del templo en toda sus extensión, que obra así como fosa donde yace ese largo cuerpo, amén de muchas otras figuras de intención alegórica. Parece que el pintor ha querido inspirarse someramente en figuraciones de El Bosco, Picasso, Miró, aunque de forma algo desmañada y apresurada. No obstante lo cual esta enorme danza mural ha sido calificada pomposamente como «el noveno día de la creación». Esperemos que los largos hilillos de pintura que la recorren toda de arriba abajo no tengan que ver con filtraciones indeseadas que amenacen su perennidad.