En la historia de las culturas desaparecidas, de enteras civilizaciones que se fueron, se esconden las vidas de quienes se midieron con un entorno que les daba manutención al tiempo que les planteaba grandes desafíos. Luchaban no sólo contra los desastres naturales, tenían que enfrentarse consigo mismos y con preguntas a las cuales trataron de dar respuestas.
Los yacimientos que, durante cinco intensos días de febrero y guiados por nuestros grandes amigos Manolo y Pablo, hemos recorrido son huella de las vidas que los habitantes del norte del Perú dejaron en los departamentos de Lambayeque y la Libertad, al norte de Lima y frente al océano Pacífico, entre el primer y el noveno siglo después de Cristo.
Los descubrimientos de arqueólogos peruanos y extranjeros durante gran parte del siglo XX han ido sacando a la luz la inmensa obra de los pobladores de las que se han denominado culturas Moche o Mochica y Lambayeque o Sicán. Como siempre que se vuelve al pasado nosotros tenemos preguntas, para algunas aún seguimos sin respuesta.
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¿Qué puede el barro frente al agua?
Hoy se llama el Niño a un bien estudiado fenómeno climático que retorna con una periodicidad inexorable y produce efectos favorables y otros, terribles e indeseables. Es pues como una serpiente de dos cabezas, cuyas dinámicas hoy se conocen pero no podemos controlar.
Las aguas del océano se mueven, se calientan o se enfrían y condicionan la vida de millones de personas en las costas y en las montañas del Norte peruano. Sus efectos pueden, en algún modo, ser prevenidos o paliados por la prudencia colectiva y el ingenio humanos. Sobre ello hay muchísima información y no seré yo quien lo repita. Pero lo que nos ha fascinado en estos días ha sido lo que aquellos hombres y mujeres de siglos idos pensaron al respecto, cómo quisieron explicarse eso que hoy se llama el Niño (pues cuando llega viene de la mano de la Navidad) pero no sabemos como ellos lo llamaron.
Los sitios arqueológicos del Norte peruano, sus construcciones levantadas desde el barro con millones de bloques de adobe, así como los grandes o pequeños museos de sitio que los complementan nos dan algunas claves de cómo vivieron este fenómeno y cómo se organizaron para aprovecharlo o para combatirlo, cómo intentaban aplacar a las divinidades y a las fuerzas de la naturaleza, cómo subsistieron y perecieron, cómo se enterraron al morir, cómo creyeron que los niveles del su cosmos condicionaban su existencia.
Desaparecieron ellos pero no sus obras, no sus imágenes, no la representación de sus creencias, sus hábitos y las formas de gobernarse y -¿eterno sino humano?- de cómo los custodios de las creencias y de la fuerza ejercieron el poder sobre los súbditos y los vencidos.
Quedan muchos misterios por aclarar, siendo para mí el mayor de todos, el que no alcanzasen a legar un lenguaje escrito, siendo así que alcanzaron unas técnicas sofisticadas y una expresividad admirables.
No conocemos el verbo de esos que fueron apartados de la historia escrita por las veleidades de las aguas y también por la violencia de otros hombres, pero nos siguen hablando a través del barro y de sus formas.
Sin embargo, tras haber saturado la mirada con cientos de expresiones y rostros cerámicos de aquellos antiguos antepasados de los peruanos, que nos han observado desde sus vitrinas, y andando por las calles de Chiclayo o de Trujillo y por los pueblos y haciendas de Lambayeque o la Libertad, a menudo hemos sentido la mirada de sus descendientes. Definitivamente sí, los herederos de los mochicas y de otras civilizaciones pre-incaicas aún siguen en las costas del Perú y aún miden sus fuerzas con el barro.
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Por Jicamarca y Huachipa
Al volver a Lima he aprendido muchas cosas nuevas. Una de ellas es una expresión que describe la distribución territorial de su fenomenal crecimiento inmigratorio y demográfico mediante la gráfica de los tres conos que le han crecido a la capital del Perú por el Norte, el Sur y el Este.
Pues bien, salvando el espesor de los siglos, percibimos, en la forma en que este crecimiento urbano se ha producido, la continuación de la ancestral lucha con el barro y mediante el barro de los nuevos habitantes de esta costa peruana.
Del barro han surgido estos extensos poblamientos urbanos; es con el barro como se han hecho los adobes y los ladrillos que han ido dando alojamiento, modesto en sus comienzos y progresivamente más sólido, a las multitudes que han ido ocupando los terrenos baldíos para reorganizar su vida, escapando de inclemencias y carestías y, por desgracia, también de las violencias de los años del terror.
Hemos entrado y salido de Lima (también de Chimbote, Chiclayo y de Trujillo) por esos extrarradios donde es un desafío vivir entre esperanzas y desalientos, donde la gente se recursea para buscar la subsistencia de todos los modos posibles. De forma admirable la mayoría del pueblo peruano sabe y consigue hacerlo, salvando innumerables escollos de toda índole.
De esta lucha saben mucho en Huachipa y Jicamarca, como nos ha enseñado la visita a esos dos extensos barrios y a los dos colegios parroquiales que dirige Agustín Merea Vargas, y en los que trabajan los hombres y mujeres de un extraordinario equipo que hacen posible el día a día de estas obras.
En sus aulas y servicios se forja el futuro de mil trescientos niños y niñas y adolescentes desde el comienzo del nivel preescolar hasta completar la educación secundaria. Desde aquí agradecemos de corazón, mi esposa y yo, la maravillosa acogida que el personal y sus alumnos de las clases de música nos han brindado y todo lo que en este encuentro hemos aprendido. Con nuestra emoción va nuestro agradecimiento a todos ellos.
De ello seguiremos comentando pronto.