El 31 de agosto pasé el día en los museos de Amsterdam. Es bien sabido que el Rijks Museum concluyó hace tres años una cuidadosa remodelación arquitectónica a cargo del estudio de arquitectura de Antonio Cruz y Antonio Ortiz que ha durado diez años. La conclusión de las obras se interrumpió algunos años por el bloqueo de la poderosa Federación de Ciclistas de Amsterdam, que reclamaba que el pasaje de la galería central del Museo, donde se ubica la entrada al mismo, quedase abierto a la circulación de las bicicletas. Obtenida su reivindicación, la nube de ciclistas que a diario atraviesa por ahí, se ahorra cinco minutos de pedaleo. Un retraso y aumento de presupuesto que al encargado de la venta de libros de arte y de catálogos de la excelente tienda de arte del museo, con el que conversé, le parece que ha sido una cacicada. Pero ustedes vayan y juzguen pos sí mismos. Por mi parte, yo llegué a pié y en tranvía desde el camping en que me hospedaba, que tiene un aspecto idílico visto desde el puente por el que se va andando a la parada del tranvía
Es el más cercano al centro y está abierto todo el año, sobre todo para las multitudes de jóvenes a quienes atrae la ciudad, no tanto por sus museos, como por otras ofertas y diversiones. No obstante, aunque los servicios estén sucios y, si no quieres esperar más de media hora a pié firme para poderte duchar has de hacerlo cuando clarea y la mayoría duerme bajo las tiendas, en el camping reina el buen humor y durante mis dos pernoctas se respetó el silencio debido.
A la espalda y frente a la entrada del camping discurre majestuoso el Rijnkanaal de Amsterdam
Que algunas barcazas circulen cargadas de gas no debería ser un motivo de preocupación
Tampoco yo debería divagar más con mi composición de lugar, pues el objeto de esta crónica eran mis recuerdos de la visita al Rijks Museum…
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Hay que llegar temprano
Ya me lo advirtieron a la entrada, pues accedí al museo justo cuando abría sus puertas: “vaya primero a ver las obras de Rembrandt, si es que quiere verlas en paz”. ¡Pobre de mí! bastó que me entretuviese en algunas salas previas, para que, en llegando al sancta sanctorum del artista, me fuese imposible adentrarme en La ronda nocturna, el cuadro que preside la Galería de Honor.
No sé cómo explicarlo, pero hay obras que piden no sólo contemplación, sino un movimiento interior que te lleve a pasar del otro lado del lienzo, a moverte entre los personajes y sentir, pincelada a pincelada, el proceso de creación de las fisionomías de los protagonistas y de la magia y la atmósfera del momento. Algo así como tratar de verse cara a cara con Rembrandt en el trance de pintar.
Pero dirán ustedes que lo que yo pido es soñar despierto en la sala de un museo sin que nadie me despierte. Así que dejémoslo estar. Un día quizás…
Afortunadamente los turistas no se amontonaban ante otras obras en las salas laterales…
y pude dejarme secuestrar por ellos durante unos instantes.
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El arte de tallar la madera
Que la tradición del expresionismo centroeuropeo viene de lejos es conocido. También es más fácil circular con calma por la colección de esculturas tardomedievales del museo, recoletas en su penumbra y menos frecuentadas. Así que, voy a referirme a mi encuentro con algunas de esas obras.
En primer lugar, un tema clásico del siglo XV y del siglo XVI: el encuentro (diríamos hoy que el flechazo) de otros dos consortes judíos, Joaquín y Ana, que Durero también grabó y los artistas de la talla interpretaron por toda Europa, entre ellos los imagineros españoles.
Esta es una talla a caballo entre el Gótico y el Renacimiento, obra de un anónimo escultor holandés.
De perfil gótico es La Virgen con el niño de Adriaen van Wesel (ca. 1415 – ca. 1490), que recuerda a las esculturas de las catedrales europeas, con sus sonrisas apenas apuntadas y sus rostros inclinados benevolamente hacia los fieles que imploran favores.
De carácter abiertamente expresionista es la muerte de la Virgen del mismo escultor, quien, pocos años más tarde, pasa del lirismo al drama, adecuándose al nuevo encargo, un retablo para la Cofradía de Nuestra Señora de la iglesia de San Juan en ‘s-Hertogenbosch, de la cual formaba parte Anthonius van Aken, el padre de el Bosco (ca.1450 – 1516). Hay algunas obras del genio del Jardín de las Delicias que guardan semejanza con otras tallas de van Wesel, por ejemplo la tabla de San Juan Evangelista en Patmos del Museo de Berlín. La figura del evangelista está inspirada en la talla del escultor que formaba parte del mismo retablo (hoy en el Het Noordsbrabants Museum). Está documentado que Jheronimus van Aken (el Bosco) y su padre conocieron a Adriaen van Wesel y las obras que talló para la iglesia de San Juan de su ciudad.
Es el rostro de una María agonizante, ataviada como una viuda holandesa y rodeada por unos apóstoles con caras tristes, circundadas de abundantes cabellos cuidadosamente trabajados, en una demostración de virtuosismo en la talla de la madera.
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La Dolorosa
Tres lustros más tarde, un artista florentino afincado algunos años en los Países Bajos, Pietro Torrigiano (1572 – 1428), famoso por haber roto de un puñetazo el tabique nasal de su paisano Miguel Angel, realizó un busto de la Virgen Dolorosa que rompe los cánones de la expresión gótica y que hasta puede decirse que tiene un aire surrealista.
Dicen que esta dolorosa la encargó la que sería regente de los Países Bajos y tutora del futuro Carlos V, la Archiduquesa Margarita de Austria (1480 – 1530), tras enviudar por segunda vez y perder prematuramente a su hermano Felipe el Hermoso (1478 – 1506).
Pero si hemos de hablar de surrealismo ¿qué me dicen de este San Vito de facciones góticas, ensimismado y en trance de freírse en aceite hirviendo con apenada serenidad? Originalmente era una talla de madera, que más tarde fue policromada en el siglo XVII.
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Contrastes del destino
¡Qué diferente tratamiento el que un pintor, también del siglo XVII, le dio al joven con el que concluimos nuestra crónica!
El pintor de las familias más pudientes de la oligarquía de Amsterdam, Bartholomeus van der Helst, retrató así al hijo de Andries Bicker, alcalde de Amsterdam, uno de los más ricos comerciantes de los Países Bajos y varias veces embajador, cuyo retrato se puede ver en el museo junto al de su hijo.
Gerard Andriesz Bicker (1622 – 1666) tenía a la sazón veintidós años y -a diferencia de San Vito– su relación con el aceite se reducía probablemente a los platos que le servían sobre una mesa bien provista.