En las exposiciones temporales del Museo San PíoV suele encontrarse algo de público. En las salas de la colección permanente me podía pasear solo.
Parece que los turistas que vienen a Valencia prefieren ir a ver como se deterioran las techumbres de Calatrava en la Ciudad de las Artes y de las Letras, mientras que las verdaderas obras de arte, en las salas del Museo de Bellas Artes de Valencia, muchas de ellas dignas de que la gente haga cola para verlas, como ocurre en Madrid o en París, esperan en silencio a que alguien se acuerde de ellas, mientras en la semipenumbra del museo brillan con luz propia.
Así que, teniendo la sala para mí solo, examino a placer los trece cuadros de paisajes romanos y holandeses del siglo XVII y principios del XVIII que vibran en sus paredes.
Esaias van den Velde
Comienzo por una de las dos obras del Museo que no tienen que ver con Italia, un paisaje con dunas y soldado de Esaias van den Velde (Amsterdam 1587 – La Haya 1630), quien precisamente fue maestro de Jan van Goyen, con quien acabaremos esta entrada.
Pero el grueso de la colección la forman los paisajes de un pintor flamenco que se enamoró espiritual y físicamente de Italia.
Jan Frans van Bloemen (apodado Orizzonte)
Creo que sólo la colección Doria Pamphili de Roma puede competir con el San Pío V en número de paisajes del pintor flamenco Jan Frans van Bloemen (Amberes 1662-Roma 1749). Llegó a Italia con 23 años, en 1685, junto con su hermano mayor, también pintor. Se casó en Roma en 1692 y allí vivió y trabajó hasta su muerte, dejando un enorme legado de composiciones, en los que su visión idealista, bucólica o mitológica emula a la de Nicolas Poussin (Normandia 1594-Roma 1665) y la de Gaspar Dughet (Roma 1615-1675), en la construcción de la perspectiva aérea con un escalonamiento de planos y de tonos que guían la vista desde las figuras hasta las montañas y los horizontes lejanos.
Siguiendo la tradición de trabajo en equipo de los talleres de los maestros de entonces, durante la época en que su hermano Pieter estuvo en Italia con él (1685-1692), era él el encargado de pintar los animales que aparecían en los paisajes de Jan Frans. En cuanto a los personajes pastoriles o mitológicos, el especialista era Placido Constanci, un pintor muy poco conocido.
En la colección de la Doria Pamphili hay diecisiete paisajes de Jan Frans van Bloemen y en la Galería Corsini cuatro, todos de carácter bucólico o mitológico, con la característica visión idealizada del paisaje y de sus personajes y el encaje de algún detalle relativamente realista como son las cascadas de Tívoli o de Terni.
El museo de Valencia cuenta con diez magníficos paisajes de van Bloemen, todos acordes con sus constantes estilísticas, pero con una exclusiva que no tienen los de la Doria Pamphil como son las arquitecturas realistas que integra en el paisaje.
En uno de ellos, el pintor ha trasplantado, desde la Via Appia de Roma, la tumba de Cecilia Metella
Y, en otro, el ábside de la iglesia de San Giovanni e Paolo de Roma
Hay dos que corresponden a puentes romanos sobre el Tíber, tal como estaban en aquella época
Así ocurre con el hermoso óleo del Ponte Milvio, cuya versión actual difiere bastante, debido a los desastres de las guerras del siglo XIX.
De forma parecida, el artista retrata el Ponte Salario, del cual hoy en día, gracias a las tropas francesas y a las papales, no quedan más que unos mínimos restos de los contrafuertes.
¡Una maravilla de puente que databa del tiempo de los ostrogodos!
Como prueba de la fidelidad del cuadro de van Bloemen valga un grabado de Piranesi del mismo puente, casi un siglo más tarde.
Siguiendo con el Tíber, el pintor reproduce una vista del Porto della Legna, hoy desaparecido, que estaba muy cerca de la Piazza del Popolo
Y las riberas del río a la altura de Acqua Acetosa, donde el Tíber traza una curva y crea una cala de aguas profundas, cerca de la célebre fuente de aguas ferruginosas del mismo nombre y de lo que es hoy el barrio del Parioli
La cascada de Tívoli presenta en el fondo una vista de la ciudad como se veía en aquella época.
En contraste, el mismo tema es completamente idealizado por el pintor en otro cuadro que pertenece a la colección Doria Pamphili.
Los otros tres cuadros de van Bloemen en el Museo de Valencia corresponden a los estándares habituales del artista.
Una composición genérica con su lago, su cascada y sus figuras
y un paisaje del Lazio y la luz, la luz de Roma.
El siguiente artista es romano de nacimiento
Paolo Anesi
Junto a las obras de van Bloemen, el museo exhibe dos paisajes de Paolo Anesi (Roma 1697-1773).
Es un pintor completamente romano, influido por sus contemporáneos el holandés Gaspar van Wittel o Vanvitelli (Amesfoort 1652/53 – Roma 1736), autor de innumerables vedute, y Andrea Locatelli (Roma 1695 – 1741). Artista de aires aristocráticos, también refleja las maneras de Lorrain, Dughet y van Bloemen. La galería Corsini cuenta con valiosas obras de todos ellos, excepto del francés.
Y, detalle de un pintor romano, es el único cuadro de la serie en el que aparece un pino de Roma.
Jan van Goyen
Una obra de Jan van Goyen (Leyden, 1596-La Haya 1656) completa esta hermosa colección del Museo de Bellas Artes de Valencia. Este pintor barroco, que nunca viajó a Italia, es clasificado como realista. Pero pienso que, como ocurre con Rembrandt, hay algo de ensueño romántico en no pocas de sus obras.
Se trata de un paisaje holandés con su río, su torre y su embarcadero.
Conclusión
Por el momento, parece que las agencias de viajes seguirán atrayendo más turistas hacia el gigantesco insecto pretenciosamente bautizado como la “Ciudad de las Artes y las Letras”, durante la década del despilfarro y falsa apariencia que afligió y esquilmó a la Comunidad Valenciana, mientras al Museo San Pío V se le negaban el pan y la sal.
Lo que me temo es que, contrariamente a Roma, las ruinas del coleóptero de Calatrava dentro de mil seiscientos años no podrán inspirar demasiado a los pintores del paisaje.
Puede que, sin embargo, las torres de Serranos y el venerable edificio del Museo de Bellas Artes, al otro lado del antiguo lecho del Turia, sigan en pie, acosadas quizás por las aguas del Mediterráneo, como una extensión de Venecia, pero atractivas para el ojo del artista. Tras los muros del museo, confío en que sus colecciones sigan aguantando, al fin y al cabo no están hechas de resina, de plástico o de fibra de vidrio, como los caros maniquíes de la Feria ARCO de Madrid
Apéndice: reflexiones sobre el origen del concepto de paisaje
La palabra paisaje se deriva de país y aparece en las lenguas romances en el siglo XVI, inicialmente como una expresión utilizada por los pintores para denominar los cuadros paisajísticos. Pronto adquiere el otro sentido, el de una extensión de territorio que el ojo puede abarcar como conjunto. De este modo ambos sentidos, el propio y el figurado, se asocian. Ya no va por un lado el paisaje “real” y por otro su “figuración”, sino que lo propio del paisaje es presentarse como “configuración” del “país”.
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El término aparece en una época en que el paisaje irrumpe en la pintura europea cuando el decorado invade el lugar de las figuras y de la escena a las que debía servir de fondo, como ya ocurre con Patinir a fines del siglo XV.
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Pero el “sentimiento” que inspira el paisaje no está necesariamente vinculado a la “naturaleza”. Hay un sujeto que percibe. El lugar no se transforma en paisaje si no es in visu, pues se da como “conjunto” a partir de un punto de vista y el foco de la visión reside en el sujeto. De modo que el paisaje se distingue de la extensión geométrica, objetiva, geográfica; es un espacio percibido y/o concebido, y, por tanto, irreductiblemente subjetivo.
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No es indiferente que el paisaje aparezca en Europa con el Renacimiento y su afirmación del individuo.
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En el paisaje parecen coincidir todos los componentes subjetivos de un co-nacimiento con el mundo que el conocimiento moderno del universo no podía ya asumir: sensaciones, percepciones, impresiones e incluso afecciones, emociones e imaginaciones. Porque, a pesar del primado que la tradición occidental confiere a la vista, el paisaje no se puede reducir a un puro espectáculo. Se ofrece igualmente a los otros sentidos y concierne al sujeto todo entero, cuerpo y alma. No se da sólo a ver, sino a sentir y resentir. En él la distancia se mide por el oído y el olfato, por la intensidad de los ruidos y por la circulación de las corrientes del aire y sus efluvios; la proximidad se experimenta por la calidad táctil de un contorno, por la tonalidad de una luz, por el sabor de una coloración.
Michel Collot, Paysage et poésie du romantisme à nos jours. Paris, José Corti, 2005. Extractos de la introducción del autor (traducción propia)