El día 5 de agosto embarqué con mi furgoneta en el ferry de Gotemburgo a Kiel. El día 6 a mediodía ya estaba en disposición de recorrer Hamburgo durante un día y medio.
El viaje en el Stena Germanica que, según reza su publicidad, es el primer buque no contaminante del mundo, exclusivamente movido por combustible “verde”, te lleva a Kiel en una noche.
Pido disculpas por no haber visitado la ciudad de Kiel que -me cuenta un amigo que la conoce bien- merece el paseo. ¡Ya caerá en otra crónica!
El caso es que me había propuesto una visita bien precisa, por lo limitada, de Hamburgo, de algunas de sus obras de arte y de su puerto. Más que suficiente para una jornada.
Así que este primer artículo de mi acostumbrado recorrido veraniego comienza por un puerto y acaba en otro, camping mediante, bien comunicado por autobús con la “ciudad libre y hanseática”.
La salida en ferry al atardecer por la ría y el puerto de Gotemburgo suele ser siempre sugestiva. Me dejo en la recámara no pocas imágenes de esta morosa parte del viaje.
Hamburgo desborda en todos los aspectos.
Empecé por pedir ayuda en la Oficia de Información Turística de la Estación Central. Debí de tener mala suerte con la funcionaria que se ocupó de mí y que a mis preguntas sencillas sobre museos y sus horarios respondía que me leyese el escueto plano-guía (por llamarlo de algún modo) que me habían dado en el camping, datos que ahí no estaban.
Le compré una guía en castellano y un buen plano, pero el tenerse que levantar del asiento y llegarse hasta una estantería a sus espaldas para cogerlos parecía irritarle sobremanera, por lo que, después de pagar, me despedí dándole un consejo gratuito. Le recomendé con amabilidad que hiciese algunas pausas en su trabajo sedentario, por ejemplo levantándose de vez en cuando de la silla, pues pasar demasiado tiempo en la poltrona no es bueno para la salud.
No me tiró nada a la cabeza porque los objetos arrojadizos estaban en la estantería.
Mi refugio frente al bullicio de las calles y a la visión de las rocosas edificaciones guillerminas del embarcadero de turistas, el Landungsbrücken, fueron los interiores de sus museos e iglesias y los exteriores de los abundantes parques y orillas de esta ciudad exuberante.
De ello hablaremos en sucesivas crónicas.
El Ayuntamiento, neorrenacentista de la segunda mitad del siglo XIX, me dicen que tiene más habitaciones que el Palacio de Buckingham. Resulta airoso a pesar de todo y está bien situado junto al río Alster y a sus cisnes.
Tras un café reparador en el interior de una elegante cafetería-confitería, situada a pocos pasos, en la que hay un mural de colores estridentes con los rostros de cuatro presidentes de Hamburgo, decidí que el pastel de ciruelas me había dado energías para caminar hacia el Elba.
Al final de mi largo día, acabé por rendirme a la excursión portuaria en una nave atestada con 250 turistas.
Como faltaba más de media hora para el embarque, descendí al túnel que comunica el Landungsbrücken con la otra orilla del Elba. No lo hubiera descubierto si mi hija no me hubiera hablado de esta peculiar galería alicatada, como un cuarto de baño o las viejas estaciones del metro de Madrid, a lo largo de sus más de cuatrocientos metros.
¡Pero atención a que no te mate uno de los ciclistas que la recorren en una especie de prueba a contrarreloj!
¡Y ahora a contemplar el puerto!
Por catorce euros el barco me llevó durante una hora y cuarto por los muelles del puerto del Elba, entre inmensos buques de transporte de contenedores y gigantescas grúas. Las jarras de cerveza circulaban por las mesas y un altavoz a todo volumen resonaba durante todo el viaje con la voz atronadora de un guía que, en alemán, me arruinó la posible meditación que estas inmensas estructuras y la febril actividad del puerto hubieran podido suscitar.
Seguramente hay navecillas más modestas, pero este barco era el que ofrecía un recorrido más largo y completo.
El comentarista nos bombardeaba con cifras de cientos de millones de euros de contratos navieros, de negocios con Arabia Saudita, de tonelajes increíbles… números y más números sobre los miles de operaciones de carga y descarga, de la cantidad de muelles y grúas y otros datos abrumadores que ya no recuerdo.
La paradoja es que ese barco en el que realicé mi visita al puerto más grande de Europa, se denomina “Fantasía”. ¡Aviso para navegantes!
Aparentemente exhausto tras su largo discurso, el guía confirmó su pragmatismo de calculadora, apostándose a la salida con un sombrero, en el que ya había algunos billetes y que sonriente y sudoroso esperaba llenar de propinas.
Menos mal que en mi misma mesa, una perrita, tranquila, me había dado ejemplo de paciencia.
En la próxima entrega reseñaré las horas de meditación que Hamburgo me procuró. Como anticipo, les ofrezco unas imágenes del retablo de San Pedro en la iglesia de St. Jacobi. Un templo de peregrinos, como su advocación recuerda.
Este niño Jesús parece modelar un cantarillo o quizás reparar una pequeña cacerola, evocación probable de la corporación que pagó la obra. Es un trabajo de artistas, que yo sepa anónimos, fechado en 1508.
Pero es sobre todo el rostro de la dama coronada que acompaña al niño y a su madre, el que nos prepara para el próximo capítulo de mi crónica de Hamburgo: mi visita a la Ernst Barlach Haus y al Jenischpark que la rodea, cuyos árboles centenarios se asoman al Elba, ya lejos del tráfago del puerto.