Para Rosi y Bernardo
Esta dedicatoria del segundo capítulo conquense va dedicado a dos muy buenos amigos de Lima, que evocan recuerdos de la quebrada ciudad de Cuenca y de canciones que en su juventud escucharon en esta ciudad de osadas arquitecturas. Son algunas imágenes de aquellos días que mi esposa y yo pasamos hace unas semanas y cuyo primer capítulo versó sobre una parte de su serranía, entre Vega del Codorno y Cuenca capital.
No seré yo el que revele nada nuevo a quien ya conozca la ciudad, fundada por los ocupantes musulmanes de la península allá por el año 784, es decir 73 años después de que el Califato de los Omeyas acabará con el Reino Visigodo, derrotado por los árabe en la batalla del río Guadalete.
Es de suponer que la fundación de Cuenca en una orografía de tan difícil acceso tenía un objetivo militar por un lado y también cumplía el papel de enlace comercial entre Córdoba y Valencia. De la época árabe no hay restos significativos, probablemente porque no hubo edificios monumentales y la mezquita se fue sepultada bajo lo que ahora es la catedral. Los vestigios que aún se aprecian son las fundaciones de sus murallas, aunque que se fueron reformando tras la conquista de la ciudad por el rey de Castilla Alfonso VIII en el 1177.
Por mi parte daré cuenta con algunas foto de lo que fui visitando y no faltan artículos que satisfagan mejor el interés histórico del lector, por ejemplo aquí, con un primer capítulo sobre la Cuenca del siglo IX al XIII y enlaces a otros cinco más que llegan hasta el siglo XX, además de varias monografías, gracias a la periodista Lourdes Morales Farfán.
Para aprovechar dos o tres días en la ciudad, a quien curioso quiera descubrir algo, le basta con un simple mapa turístico como este,
donde lo primero que resalta es que al conjunto del casco antiguo lo abrazan dos profundas hoces, es decir desfiladeros, que los ríos Júcar y su afluente el Huécar han excavado durante millares de años y que los geólogos han sin duda estudiado a fondo.
La profundidad a la que discurren las dos corrientes se puede apreciar desde la Bajada de las Angustias, asomándose por ejemplo a este esperón rocoso sobre el cual hay un balcón de piedra, probablemente erigido como puesto vigía sobre la senda encantada del agua.
Cuando tomé esta foto se oían con toda nitidez las voces de los bañistas en la poza del río que se divisa al fondo. Si no fuera porque no llevaba el traje de baño y por el pensamiento de la subida de retorno, habría cedido a la tentación de continuar hacia abajo para nadar en el Júcar.
El aire y la luz invitaban a ello y la temperatura era muy propicia.
Empleamos una buena hora en una visita a la catedral, donde hay muchas cosas que destacar, además de su accidentada historia, de la que dan cuenta algunos vestigios de tiempos en que incluso los incendios y derrumbamientos obligaron a muchas reformas, siendo la actual fachada neogótica una obra inacabada en 1923 a la muerte de su arquitecto, Vicente Lampérez y Romea, y dicen que «por la oposición que generó el proyecto» a su sucesor no se le dejó terminarla.
Esta fachada sustituye a una barroca del siglo XVIII, y a la inicial de gótico normando que databa del siglo XIII.
Aunque no sólo hubo fuegos y derrumbamientos sino también violencias que la guerra civil entre españoles, además de en las personas, empujó a cebarse en sepulturas clericales
y también en el rostro de algunas estatuas inocentes
No me corresponde a mí decirlo, pero intuyo que para las nuevas corrientes de memoria democrática no resulta políticamente correcto que los vandalismos de la guerra civil que se cebaron en la memoria plástica religiosa de España se comenten en las cartelas de los monumentos.
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Pero sobre violencias más simbólicas, les cuento que a la entrada de la sacristía me encontré al demoniaco dragón que pisotea San Jorge.
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Como consecuencia de sus atribulada historia, la catedral encierra variados estilos, inicialmente el gótico-lombardo y el plateresco, el barroco y, finalmente, el neogótico decimonónico, así pues no ha dejado de reformarse y de recibir añadidos.
En todo caso, sean medievales o más recientes, sus bóvedas son muy airosas
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Capillas y hornacinas laterales
Las capillas laterales presentan muchas obras de calidad, fruto sobre todo de la época barroca, como este San Martín dividiendo su capa con un pobre y demostrando una gran habilidad ecuestre,
y esta hornacina, también barroca, en cuyo fondo hay un claroscuro de grutescos (¡horror vacui!). En ella se han reunido dos obras de factura y autores diferentes: un San Fabián en hábitos papales y un San Sebastián desnudo y asaeteado, ambos mártires del siglo III
Pero el santo que protagoniza el templo es San Julián. No sólo contribuye a la advocación de Catedral de Santa María y San Julián, sino que aparece, demacrado y con los ojos bien abiertos, en lo alto de la fachada, con restos desvaídos de policromía sobre la piedra,
imparte sabiduría teológica en la Capilla Vieja de San Julián
y parece dormir en su sepulcro que se reconstruyó tras la guerra civil, ya que sus restos fueron sacados y quemados durante la misma por una banda de milicianos y hubo que reorganizar sus huesos en una nueva tumba.
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Otras imágenes yacentes
Destaca también un bajorrelieve, talla, de Cristo yacente, de factura moderna, cuya autoría desconozco, pero que llama la atención por el escorzo del rostro, la anatomía del cuerpo y su policromía, la extraña forma de aspecto animal en la cabecera de la tabla y la mano del Cristo sobre el rostro de un angelote, que parece conminarle a que se calle.
Hay también un imponente sepulcro renacentista de un guerrero en la capilla de los caballeros, que no se sabe porque lleva un brazalete oscuro.
Y otro sepulcro marmóreo, que data de los primeros tiempos de la catedral, con dos magníficas figuras yacentes de los señores de Montemayor (Juan Alfonso de Montemayor el Viejo y el Mozo), quienes en 1426, sobre el terreno que ocupaba la sinagoga de Cuenca, construyeron la Iglesia de Santa María la Nueva. Es en ella donde yacían sus restos, pero al ser demolida en 1912, su doble sepulcro fue trasladado a la catedral (moraleja: la iglesia que construyeron demoliendo la sinagoga para en ella descansar fue demolida a su vez).
Por último, una piedra tumbal de sosegado semblante (aunque tampoco se salvó de algún golpe alevoso) es la restaurada efigie yaciente de Teresa de Luna, madre del Cardenal Gil de Albornoz (1302 /3 – 1367) natural de Cuenca, que destaca entre los sepulcros de esa familia que alberga la catedral.
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Tras callejear un poco
volvemos al Parador por el Puente de San Pablo, de hierro, que a principios del siglo XX sustituyó al de piedra del siglo XVI (que había financiado enteramente el canónigo Juan del Pozo), y que según algunas versiones pudo haberse salvado y restaurado pero fue demolido en aras de las nuevas tendencias de la ingeniería de Eiffel y con dineros del Obispado, requerido por el Municipio. Por ello en su acceso campea el escudo episcopal en hierro forjado y rojo de óxido como todo el puente, cuyo recorrido no es apto para quienes padecen vértigos.
El calor es el propio de la temporada, así que aceleramos el paso, pues aún estará abierta la piscina.