Se lo dedico a mi hijo Martin
Millesgården
No había vuelto a Estocolmo desde hacía casi veinte años.
Caí en la cuenta durante mi visita al Millesgården a fines de abril, cuando viaje a esta ciudad que me guarda amistades y recuerdos importantes. He ido de consorte acompañante (ventajas de la jubilación) y hemos aprovechado para celebrar allí el cumpleaños de uno de nuestros hijos.
Es así como, en una tarde fresca, ventosa y de cielo radiante, hemos paseado de nuevo por los jardines de la casa museo de Carl Milles (1875-1955), mientras yo calculaba los años transcurridos y recordaba que, por ese mismo parque, frente al ancho brazo de mar atravesado por el puente de Lidingö, correteaba yo detrás de mis dos hijos pequeños para evitar que se encaramasen a las balaustradas o se cayesen a los estanques. De eso hace casi veinte años. Y ahora volvía a Estocolmo para celebrar el cumpleaños de uno de los dos.
El tiempo ha pasado y los hijos nos traen otras satisfacciones, pero ya no la de llevarles de la mano, ni la de ir detrás de ellos por los jardines del Millesgåarden. En adelante, mientras las piernas lo permitan corretearemos de la mano de los nietos.
Un escultor gótico y expresionista en el siglo XX
Los pintores más representativos del inicio del expresionismo en las primeras décadas del siglo XX fueron alemanes y representaron en sus lienzos el drama de los colores y las formas.
No es casualidad que, siglos antes, la dramática policromía gótica, tallada en madera, dominase el arte de Alemania entre los siglos XIV y XVI.
Tampoco me parece una mera coincidencia que el escultor sueco más potente de la primera mitad del siglo XX, discípulo de Rodin, elogiado por su maestro, pero de expresividad propia e independiente, tuviese en su casa y taller de Lidingö una colección de tallas policromadas alemanas de época gótica.
Pienso que no abuso de los paralelismos, cuando constato que los rostros y la actitud de esas tallas parecen reflejarse en los rostros y la presencia de las obras del expresionismo de Carl Milles, desacralizado, pero no por ello menos legendario y mitológico.
Mirad si no este rostro de Poseidón o de Orfeo y, junto a ellos, los rostros de los apóstoles o de esa dama de tocado medieval.
Así como algunas de sus cabezas de mujer y las tallas de San Juan Evangelista y de Santa Dorotea.
O los personajes femeninos del grupo de la Virgen con el niño de la colección de Carl Milles
donde María ostenta un profético rictus amargo.
Para el niño Jesús, de mirada estrábica y cráneo tabes, no he encontrado parangón. Quizás porque la visión de la infancia en Milles era exultante y lejos de las tristezas de las tallas góticas de su colección.
En realidad Carl Milles prefirió para sus jardines unos gráciles ángeles músicos.
Incluso cuando la mano de Dios entra en escena no es para juzgar o aplastar al hombre bajo su culpa, expulsándolo del paraíso, sino para impulsarlo y dotarlo de un excelso equilibrio.
Esas obras se yerguen, muy apropiadamente, frente al agua y la luz del mar archipelágico de Estocolmo.
Si algún día visitáis Millesgården, tras abriros el apetito paseando por su parque, no olvidéis entrar en la cantina de esta casa-museo. Allí, muy apropiado también, caed en la tentación de su sopa de pescado. No os arrepentiréis.