En la anterior entrada me ocupaba del torso de la Venus Capitolina y no sería justo que discriminásemos a los varones con una selección sesgada, sobre todo teniendo en cuenta que Roma cuenta con torsos masculino ilustres.
Torsos viriles
El más famoso es el “Torso de Belvedere”, que truena en el centro de una de mejores salas del museo Pío Clementino en el Vaticano y que casi todos los estudiantes de Bellas Artes hemos dibujado a partir de sus vaciados en escayola.
Esta escultura redescubierta en vida de Miguel Ángel, le sirvió de inspiración, no sólo a él sino a varias generaciones de artistas, desde Bernini a Rodin. Lleva en su basamento la firma de Apolonio Nestoros de Atenas y, como explica Marco Bussagli (Sotto pelle, Roma, Medusa ed.), de todas las interpretaciones que se han dado para identificar al personaje representado en ella, la más acorde con la postura anatómica del torso es la expresada por Raimond Wünsche en 1993. Se trata muy verosímilmente del héroe homérico Áyax Telemonio.
La obra, cuando estaba completa, representaba al poderoso guerrero en el momento en que, deprimido, perplejo y abrumado tras su acceso de ira y su insania transitoria, pensativo, dirige la espada desenvainada hacia su pecho, antes de suicidarse con ella.
De la influencia que el torso de Belvedere tuvo dan idea los varios ignudi de la Capilla Sixtina.
Los papas y el desnudo
En la mejor tradición de los emperadores romanos, la Ciudad Eterna ha seguido siendo pródiga en representaciones desnudas del ideal de la mujer, del héroe atlético y de los mitos de la Antigüedad, tanto en la Basílica de San Pedro misma y en otros templos y palacios pontificios de la urbe, como en los Museos Vaticanos. Pero los artistas pontificios fueron parcos en desnudar, escultóricamente hablando, a cualquier autoridad o mito, sagrado o profano, de los que han dominado el mundo cristiano y su Iglesia romana. Cuando Miguel Ángel lo intentó con Jesucristo en sus frescos, vino el Concilio de Trento y encargaron a Volterra que pusiera bragas a los protagonistas del Juicio Final.
Los Papas han estado siempre revestidos de varias capas de materia textil, a menudo ornadas con hilos y piedras preciosos, así como coronados con la triple tiara, herencia de un mundo faraónico. Esta tradición sigue vigente.
¡O la tiara o el paraíso!
No es extraño que al llegar Julio II (Della Rovere) a las puertas del paraíso, el duro guerrero y mecenas financiador (por vía de diezmos, primicias e indulgencias) de tantos desnudos renacentistas, ofendido porque no le abren, le espeta a San Pedro entre otras cosas:
“Si no estás completamente ciego, supongo que reconocerás esta llave de plata, en el caso de que no conozcas el roble de oro. Ves además la triple corona y el manto reluciente por doquier de pedrería y oro”
Y el primer Papa le responde:
“Reconozco ciertamente una llave de plata, aunque sola y muy diferente de aquellas que en otro tiempo me confió el verdadero pastor de la Iglesia, Cristo. Pero en cuanto a esa corona soberbia ¿cómo podría reconocerla, si ningún tirano bárbaro se ha atrevido a portarla nunca, tanto más si se dispone a pedir la entrada en este recinto? … Veo por todas partes, tanto en la llave como en la corona y en el manto, las señales del traficante y del impostor más infame, que ostenta ciertamente mi nombre, mas no mi proceder, del Simón que yo una vez expulsé con la ayuda de Cristo”
Y ambos prosiguen:
Julio: … “reconocerás las dos letras P.M., a no ser que nunca hayas aprendido las letras”
…
Pedro: “Supongo que significan Peste Máxima.
Julio : “Al contrario. Significan Pontífice Máximo.
Pedro: … “aquí no serás aceptado si no eres óptimo, es decir santo”
“Julio excluido del reino de los cielos”, traducción de Miguel Ángel Granada, en Erasmo de Rotterdam, “Escritos de crítica religiosa y política. Edición de Miguel Ángel Granada, Barcelona, Círculo de lectores, 1996, págs. 54-55
Cuando el pontificado se embrolla
Aquel diálogo irónico que Erasmo publicó como panfleto anónimo tenía una gran sustancia y coincidía con sus numerosas críticas al Papado: el Evangelio era negado de continuo por la vida de sus máximos intérpretes.
De hecho la expresión Pontifex identifica a la suprema autoridad de la jurisprudencia religiosa. Es pues alguien que tiene la última palabra, por lo que debe ocultar sus titubeos y sus dudas, so pena de defraudar como Ájax la confianza de los suyos. Pero en Roma todo invita a cubrir de ropajes espléndidos a los Papas y sus embrollos, a pesar de que San Pablo anima a los primeros cristianos a desnudarse del hombre viejo y a revestirse del espíritu evangélico (Ad Efesios, 4, 22)
Hoy los Papas están volviendo a mostrar signos de perplejidad, están titubeando, no sólo ante el portal de Belén, del que el actual Pontifex ha quitado ya la mula y el buey, sino ante el mismo infierno, al que ha desprovisto de todos los terroríficos atributos que frenaban nuestros instintos pecaminosos. Para conservar un infierno como Dios manda sólo nos queda redirigir nuestras miradas a la Gehenna de los judíos o al Yahannam de los musulmanes. Y en materia de cielo no sé qué va a pasar, pues ya era bastante aburrido el cielo cristiano o la vida eterna de la Torá en comparación con las delicias (varoniles) del paraíso islámico.
A este paso acabarán por aceptar el estudio de crítica histórica de la Vida de Jesús de Ernesto Renan y darle la razón en casi todo. Por ejemplo, en que Jesús en realidad nació en Nazareth y que del establo de Belén, de los pastores, de los ángeles y los magos, de la matanza de los inocentes y de la huida a Egipto, de eso nada de nada. En fin, una revolución exegética. Puede que hasta Pío IX, que le declaró blasfemo, se desdiga en su tumba.
Pero volvamos a lo que íbamos, al final de mi estancia en Roma (como expliqué en este blog en la entrada de 28 de junio del 2011), motivado por el diálogo de Erasmo y por las recomendaciones de San Pablo, así como inspirado por el torso de Belvedere, pinté un último cuadro y escribí un cuento.
Creo que ante los signos preocupantes de embrollo vaticano, y con ánimo de ayudar, es oportuno que vuelva a publicarlos, ya que nuestro perplexus pontifex oscila hoy entre el twitteo y el titubeo.
No sé si adoptará de nuevo los humildes ropajes evangélicos, pero la tiara, esa parece que se resiste a dejarla.
Y así coronado, me temo que San Pedro no le dejará entrar en el Reino de Dios.
El cuento
Érase una vez un pontífice romano, de aquellos de los buenos viejos tiempos, que se encontró con Erasmo de Rotterdam en la basílica de Santa Maria Maggiore. El humanista traía en sus manos las pruebas de imprenta de una de sus ediciones del Nuevo Testamento. Aguantando las ganas de llamar a la guardia vaticana para que llevase a Erasmo a la hoguera, el Papa, no se sabe por qué impulso de tolerancia, bajando de su carroza de media gala, se puso a dialogar con el de Rotterdam.
Erasmo abrió las páginas que tenía entre manos y por azar la mirada del Papa cayó sobre la carta “Ad efesios” (a los habitantes de Éfeso) que se atribuye a San Pablo, en la cual, además de poner a las mujeres en su sitio (ya se sabe que el de Tarso era un fino feminista), en el pasaje 4,22-24 exhorta a los cristianos a que se desnuden de todas las malas costumbres y sus ropajes y se revistan del espíritu evangélico. Por cierto que del título de esa carta viene la palabra ‘adefesio’, pero en esta parábola no tratamos de eso.
Nuestro pontífice, que iba recubierto de todas sus pompas vestimentarias, adornado con orlas bordadas en oro y plata, colgado de su cuello un pectoral de oro y gemas, y coronado con una tiara de varios niveles que no se puede describir con palabras, se quedo bastante preocupado. Por allí dentro se le agitaron algunos recuerdillos del Evangelio, cuyas páginas, de tanto leer el Código de Derecho Canónico y de tanto promulgar bulas y proclamar indulgencias (pues le hacían falta los óbolos de la Cristiandad para construir palacios y basílicas y financiar su mausoleo), no abría desde hace años.
Así que, después de dar permiso a Erasmo para que se retirase de su presencia, vuelto a su palacio y presa de gran contrición decidió desnudarse de todo aquello para seguir el consejo paolino. Se iba pues quedando como había venido al mundo (hasta el anillo pontificio se quitó), pero al llegar a la tiara, símbolo máximo del poder papal, se sentía tan apegado a ella que no era capaz de quitársela. Ya estaba completamente desnudo, pero penaba a la idea de despojarse de su triple corona.
Con esfuerzo sobrehumano lo intentó ¡y lo logró! Pero ¿sabéis lo que ocurrió? (…) Pues que se interrumpió la conexión ADSL ¡se desconectó de la broadband del Espíritu Santo¡ ¡Menuda tragedia para la Cristiandad!
Y esta, queridos míos, parece que, en última instancia, es la razón por la que los papas siguieron durante siglos con sus tiaras: les servían para estar inspirados, eran las antenas de la infalibilidad. Pasados muchos muchos años, los técnicos de la Radio Vaticana, hace relativamente poco tiempo, consiguieron que bastase con tener una tiara central en el Tesoro de San Pedro. Esa augusta antena pontificia capta las señales del ultracielo, que es como llamaba el poeta Jules Supervielle a esas regiones lejanas del Cosmos y donde parece habita la Trinidad (no hagáis caso de ese ateo de Stephen Hawking).
Hoy en día, desde esa antena de forma ovoide las señales se retrasmiten nítidas al teléfono móvil de Benedicto XVI. Por eso los papas ya no necesitan la tiara. Además, está demostrado que, si se la pusiesen, las emisiones de este potente artilugio aumentarían el riesgo de cáncer cerebral papal. A pesar de todo, dicen que Juan Pablo II, cuando quería tener un buen colocón de inspiración se iba a hurtadillas al Tesoro Vaticano y se la ponía.
Y Benedicto XVI, erre que erre, se ha hecho una a medida.
Si os acercáis a la vitrina de la famosa tiara en el Tesoro de San Pedro veréis cómo vuestro teléfono móvil se vuelve loco de interferencias. A lo mejor, si sois hackers lo mismo conseguís meteros en la banda del Espíritu Santo.
Por probar…